El despertar del lunes 11 de enero fue el más abrupto que recuerdo desde hace mucho tiempo; al incorporarme esa mañana encendí la radio y fue instantáneo: “David Bowie ha desaparecido”, dijo el locutor. Pensé, a manera de negación, que quizás era un error, subí el volumen y esperé ansiosa aquellas palabras que desmintieran lo que no quería creer; pero no fue así, David Bowie había muerto.