El Mundo al Día es el nombre de la obra que Juan Santiago Uribe presentó para el 40º Salón Nacional de Artes Visuales, convocado por la Universidad de Antioquia. Esta vez, los temas centrales fueron la moda y la identidad, proyectos en los que se concibiera el vestido como obra de arte. Y Juan Santiago presentó una obra en la que el recuerdo sobre un viejo almacén de vestuario en Medellín, no solo fue el eje sino además, el pretexto para preservar una imagen referente para muchos: Prendas sin destapar, procedentes de los años 50, 60 y 70 encapsuladas en resina transparente son un homenaje a los hábitos, los rituales y la estética de tres décadas que permanecían detenidas en un almacén llamado paradójicamente “El Mundo al Día”.
Al igual que Juan Santiago tuve la fortuna de conocer este lugar; y claro, de comprar en este espacio que curiosamente convocaba a muchos de los que por allá, a finales de los 90, estábamos enamorados de lo retro. Hoy, tantos años después, Juan Santiago le rinde un homenaje no sólo al dueño y artífice de este lugar sino también a una época en la que coleccionamos muchas imágenes que aún nos persiguen.
La obra estará expuesta en el Museo de la Universidad de Antioquia hasta el 20 de noviembre, y A Dress to Kill los invita a conocerla y ver, de paso, los valiosos trabajos seleccionados para el Salón Nacional de Artes Visuales.
El siguiente es el texto que Juan Santiago me pidió que escribiera para la presentación de la obra en la etapa de la convocatoria. Se los presento porque considero que permite contextualizar el universo en el que se gesta esta obra y porque en ella se habla además, de las fibras que a través del vestuario se tejen en nuestra memoria, esos recuerdos que se convierten con el tiempo en referentes de nuestras vidas.
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La primera vez que llegué al almacén de Don Maximiliano López, como se llamaba su dueño, lo hice en medio de uno de los tantos recorridos que solía hacer por el centro, por el viejo centro de Medellín. Me detuve frente a él porque sus dos vitrinas repletas de objetos y prendas con un marcado diseño de antaño me resultaron irresistibles: Allí estaban exhibidos los sweaters de cuello en V que hasta ese momento solo había encontrado en el ropero de mis tías y las camisas de hombre con aire setentero que, mi novio de entonces, lucía con orgullo en las fiestas, y que difícilmente se podían hallar por fuera de los cajones olvidados de padres o tíos.
Sin duda alguna, el frente de este almacén era una especie de escaparate que reunía una serie de artículos escogidos minuciosamente para vestir con gran sentido la vida de hombres, damas y niños. Una vida valorada y percibida desde la óptica y la lógica de una época anterior en la que vestirse implicaba revestirse de algo más que lo temporal. Juro que todas las ocasiones en que estuve allí parada, mirando cada artículo en esas vitrinas, escuchaba una y otra vez las carcajadas de mi abuelo, las taconeadas de mi mamá y veía además a mi padre frente al espejo mientras se afeitaba y a mi abuela caminar llevando su largo paraguas en la mano.
La invitación a entrar estaba siempre dispuesta, y una vez en su interior, aquella dimensión se abría aún más; eran dos salones llenos del ayer y del hoy. Una amable dicotomía en todo caso, pues todo lo que había allí había sido confeccionado o elaborado en las décadas del 50, el 60 y el 70. Las pocas cosas que se salían de esa categoría, si bien no habían sido producidas durante ese lapso, correspondían a su estética y a sus rituales. Pero no se trataba de cosas viejas; por el contrario, todas estaban nuevas, intactas en sus empaques originales y más todavía, cargadas con el poder de mostrar el entorno que alguna vez había servido de escenario a viejas historias que yo misma había visitado en forma de fotografías o a través de las prendas de quienes sí habían vivido en esos decenios.
Y allí coordinándolo todo estaba Don Maximiliano, amo absoluto del lugar, artífice de este universo en el que vender por vender no era la ley. Sí, su objetivo no era que le compraras para que los estantes del almacén adelgazaran más pronto que tarde, pues hacía años él se había adjudicado la potestad de definir si la prenda o el artículo que deseaba el cliente se ajustaba realmente a las necesidades de éste. Su rol de simple vendedor mutaba entonces, bajo la terca idea de preservar el espíritu de una época al vender solo aquello que sentía que se usaría por la persona apropiada. Muchos de los que pasamos esa prueba terminamos por comprender que aquella tácita normatividad que Don Maximiliano imponía a su clientela era inmodificable porque cuando él decía no, nada lo hacía cambiar de opinión.
Se trataba de alguien que había seleccionado una gran diversidad de artículos que, más allá de pertenecer a una época que seguramente despertaba sus afectos, tenían la cualidad de haber sido hechos con la promesa reina del momento: la durabilidad; es decir, pensados para satisfacer una necesidad con calidad durante un largo tiempo. Don Maximiliano sabía tal cosa y por ello, cuando una venta se realizaba, un poquito de él y de su mundo se iba con cada comprador que salía del lugar con una o varias de sus prendas u objetos: marcas que para ese momento ya eran sólo recuerdos, pero de las cuales él tenía existencias. Corbatas hechas en telas descontinuadas muchos años atrás o paquetes de medias veladas que traían una adicional a manera de repuesto, un producto que resultó toda una sorpresa para los que lo conocimos por fuera de su tiempo, pero que para él era algo absolutamente normal, pues era sólo una de las tantas cosas que daban cuenta de ese mundo suyo que a pedazos nos llevábamos quienes nos creíamos sus clientes cada vez que visitábamos ese raro y a la vez hogareño almacén, que paradójicamente él bautizó como: Mundo al Día, ubicado en la calle Pichincha con la carrera 50, en donde una fachada con vitrinas esmeriladas, nos advertía con gran discreción que estábamos pisando uno de esos escenarios, que a la postre, se convertiría en otro recuerdo y referente de quienes tuvimos el honor de comprarle algo a ese señor del que sólo sabíamos que se llamaba Maximiliano López.
Créditos:
Fotografías: Juan Santiago Uribe
Escrito por: Maria Teresa Mesa